Son muchos los momentos que he vivido al aroma del café. Amigo inseparable de mis vivencias y recuerdos desde mi más tierna infancia.
Desde la distancia de los años, rememoro con nostalgia los momentos que pasaba junto a mi madre, una gran amante del café. A diario molía y preparaba café y nada más abrir el paquete, mi naricilla infantil percibía un intenso aroma, actuando sobre mí como un embrujo que me llevaba junto a ella.
Con ojillos de pícara y amplia sonrisa miraba a mi madre y en ella siempre encontraba un guiño cómplice. Me sentaba a su lado en la mesa mientras, primero con el molinillo eléctrico y después con la cafetera, la cocina se llenaba de aromas. En esos breves instantes mi madre siempre encontraba el momento para un abrazo o una caricia, siempre una muestra de afecto y complicidad.
Ella sabía bien lo que yo esperaba, mi recompensa a tan feliz momento, no era otra que un par de granos de café, que masticaba cual si de una golosina se tratara y siempre a la espera de probar esa bebida, de la que tanto disfrutaba mi madre.
Quizás ese deseo infantil, unido al recuerdo de la ternura de mi madre, son los motivos de que hoy no pueda pasar un día sin beber una buena taza de café.
Con los años mi pasión por el café ha ido evolucionando desde aquel sueño infantil, en la búsqueda del mejor café y la mejor máquina de café, pero hay algo que no ha cambiado: El café siempre va unido a pequeños momentos de placer.
Aún hoy cuando siento el aroma del café, no puedo evitar que en mi cara se dibuje una sonrisa cómplice, aquella que mi madre, siendo niña, siempre me regalaba.
Marisol Hernández
Consultora